Tenía una idea. Iba a escribir la historia de una mujer que atravesó una pérdida, encontró su propósito y tiró todo por la borda para poder seguirlo. La idea, sin embargo, se hizo pedazos con la primera respuesta. “Mi marca -dijo Natalia apenas empezamos a conversar-, no es mi vida ni mi propósito”.
No sé cómo lidian otros seres humanos con la sorpresa. No sé cómo asumen el hecho de que los planes les cambien en cuestión de segundos, pero yo, solo tengo una manera: volverme azafata; poner cara de ponqué, hacerme la loca y seguir como si no estuviera pasando nada.
Después de esa respuesta que me movió el mapa solo se me ocurrieron preguntas simples: ¿cómo había empezado? ¿qué hacía antes? ¿Cuál había sido el momento en el que había decidido emprender?
Las respuestas de Natalia se unieron a esa misma sinfonía. Eran tranquilas, prácticas, sin toda esa parafernalia a la que estamos acostumbrados por esos podcast en los que entrevistan emprendedores seriales.
Me contó que había empezado porque un día, en un intento (aunque realmente dijo en una rebeldía) por volverse rubia le quemaron todo el cabello y se descubrió desprovista de una de las cosas que más le importaban de su imagen. Que a raíz de eso se había lanzado a experimentar ella misma con mezclas de productos, que se había vuelto una obsesiva de leer etiquetas y que sus menjurjes empezaron a popularizarse entre sus compañeras de oficina que le pedían los secretos de su transformación.
Natalia no tenía intención de hacer nada con eso, lo que la hacía feliz era poder ayudar a otra mujer que estuviera pasando por lo que ella había pasado. Pero un día, un amigo suyo, le propuso sentarla con un contacto que tenía en un laboratorio. “Pues si vos ya hacés mezclas, -le dijo-, ¿por qué no te lanzás a hacer las tuyas propias?”.
Así empezó su marca: como una intención materializada de crear los productos que a ella le hubiera gustado tener. Como una oportunidad de entrar hasta el ADN de la fórmula para asegurarle a quien le recomendara sus menjurjes que cada detalle de esas mezclas había sido probado con la minucia de quien hace filigrana.
“Yo soy muy desjuiciada Saris, -confiesa cuando le preguntó por qué si está tan convencida de lo que hace no le mete más la ficha a que otros la conozcan-, y eso que hago todos tus cursos. Pero además, tengo muy claro mis prioridades”.
Qué cuáles son, le pregunto. Que primero su familia y que después su trabajo, me responde. Ah, porque además de ser mamá de una pequeñita, Natalia es socióloga y tiene “un trabajo de oficina” que ama profundamente.
“Mi tiempo lo reparto en ese orden de prioridades. Cuando esas dos cosas están bien, entonces me dedico a la marca y esa fracción de vida la destino así: 90% a la formulación del producto y el otro 10% a lo que alcance a hacer de mercadeo”.
Natalia no es ingenua, sabe que está al lado de unos monstruos, que su industria es hiper competida y que con ese 10% no le da ni para inscribirse a la carrera. Pero dice que no le interesa, que tiene muy claro que si pone la marca de primera y se mete a jugar en ese Coliseo Romano sin escrúpulos va a frustrarse y a desatender lo que verdaderamente mueve su vida.
Intuyo que de todas formas tiene ratos. Momentos en los que le gustaría ser como todos esos otros emprendedores que dejan la piel en la cancha solo para hinchar pecho en alguna entrevista. Pero, intuyo también, que cuando le entran las ganas de crecer, de competir, de gritarle al mundo que tiene un producto capaz de ganar cualquier pelea, piensa: “¿Qué pesa más: ser la mejor marca de la vida o poder tener la mejor vida y también la marca?” Y se me ocurre que, sin dudarlo, escoge siempre la segunda.
Me senté con Natalia de Monterrosa porque soy una enamorada de sus productos para el cabello, pero además porque -como ya confesé- estaba convencida de que detrás de la mujer con la que me mandaba notas de voz por WhatsApp, había una de esas historias que empezaron siendo A y terminaron siendo B.
Llegué con mis preguntas como llegan las señoras con sus listas al supermercado: segura de que iba a encontrar justo lo que tenía anotado en la libreta. Pero, estaba equivocada. Al frente nunca tuve a una emprendedora, al frente tuve a una maestra. Me topé en esa cita con una mujer que, sin pretenderlo, me enseñó que hay que cuidar los sinónimos: que marca y fama no siempre son lo mismo. Que dicha y fama, tampoco. Y que calidad y viralidad si que menos.
Me despedí pensando que quisiera ser un poco más como Natalia: tener un proyecto que me dé vida sin tener que dar toda mi vida por ese proyecto. Así que escribo para recordarme eso. Para dejar huellas de que existen otros sinónimos posibles para el éxito y que encontrar el mío tiene más que ver con hacerle caso a lo que susurra adentro, sin distraerme con lo que ruge afuera.