Hay una historia que aún no cuento y que posiblemente no vaya a contar en muchos años. Una historia que tengo decididamente oculta. Pero que, con todo y eso, se las arregla para escabullirse en cada texto que osa nacer después de ella. Una historia que se parece al dedo gordo de un niño que lo mete de a pocos en el agua intentando descubrir si la temperatura aguanta o no el chapuzón que quiere darse.
No me sorprende entonces, -y ahora que me he confesado con usted, no debería tampoco sorprenderlo-, que necesite hacer mano de esa historia para empezar a escribir esta.
Es de ahí de donde viene el título. Es en ese entonces donde, sin saberlo, empezó la metáfora.
Quiero escribir que fue hace poco. Pero me parece caprichoso e innecesario. Sobre todo, porque si así lo hago, se mantendrá para siempre ahí: hace poco. Esa es la magia y a la vez la condena de las palabras: el tiempo no les pasa. Entonces si sucumbo al capricho y escribo “hace poco”, cada vez que yo, -o usted-, vuelva, -o volvamos-, a este texto sentiremos una cercanía mentirosa pero innegable con ese pasado que hoy está fresquito pero que el tiempo se asegurará de convertir en piedra.
Así que, para librar a las letras de esa distancia asfixiante, decido no escribir “hace poco” y decir en cambio que hubo un día en el que caminé de la mano con alguien por las calles de una ciudad grande. Fuimos a desayunar a un café que le había recomendado. El café era además una tienda; a la derecha servían los platos y a la izquierda exhibían algunos de los ingredientes en tarros para llevar. Apelando, seguro, a la ilusión del comensal de volver a hacer en casa lo que solo un chef podría.
Sucumbí yo a esa estrategia. Después de pagar la cuenta, extasiada todavía por un sabor perfecto, entré a recorrer las estanterías. Iba tal vez por el segundo escaparate cuando vi el tarro de caramelo. “Caramelo salado esparcible”, rezaba la etiqueta negra y bien cuidada.
“Lo necesito”, dije. Más por convencer a la yo realista, que sabía que me esperaba una maleta a la que no le cabía ni una media más, que por cualquier otra cosa.
Esa otra yo opuso resistencia. Tenía buenos argumentos. El tarro era de vidrio, lo que lo hacía difícil de transportar. Además, pesaba tres veces su tamaño. Y, para acabar de ajustar: sí o sí debía ir en la maleta de bodega porque superaba las medidas permitidas para llevarlo en el bolso de mano.
Sin embargo, la yo antojada ganó la batalla y terminé comprándolo.
Cuando regresé del viaje, lo destapé con emoción y lo probé con galletas. Estaba tranquila. Pensaba: “igual, si se acaba, tengo quien me mande otro”. Sin embargo, al poco tiempo de volver la historia que dejé supuestamente sostenida en unos puntos suspensivos aparentemente escritos en acero, se encontró irremediablemente con su último punto final. Entonces ya no hubo esperanza, ni para la historia, ni para el repuesto del tarro de caramelo.
Y ahí, apareció el miedo.
Cerré el tarro con fuerza y me prometí abrirlo solo cuando fuera realmente importante. Bien porque el antojo se convirtiera en un ruido insoportable, o porque alguien viniera de visita y se hiciera merecedor de probar semejante manjar.
No pasó ninguna de las anteriores. No porque no recibí visitas o porque no me dieron antojos, sino porque ante el miedo de perderlo para siempre, de irlo acabando, sin consciencia, de a poco, la duda se apoderó de mí y se hizo un nido al que también invitó a vivir a su inseparable amiga: la perfección.
Nada me parecía suficiente. Todo, ante la vara del miedo a perder, se hacía insignificante. Sí, sí, pensaba, tengo antojo. Pero, ¿tanto?. Sí, sí, me decía, esta es una visita muy querida, pero ¿tanto? Y a ese ritmo, sin darme cuenta, llené la alacena de toneladas signos de pregunta, que terminaron sepultando imaginariamente el tarro.
Pasaron dos meses hasta el día en el que lo volví a abrir.
No tenía antojo, ni visita importante. Estaba en el comedor, conversando con alguien a quien suelo ver con frecuencia. “Todavía tienes caramelo”, me dijo asombrada, sabía ella (como sabían todos mis amigos) de la afición desmedida que sentía por esparcible aquel. “Sí”, le dije. Orgullosa de mí misma y de mi capacidad para resistir la tentación de usarlo. “¿Por qué?, me preguntó confundida, ¿ya no te sabe rico?. Pues cómo se te ocurré, respondí defendiendo mi tesoro con la fuerza de las palabras. Es justo porque me parece la cosa más deliciosa que habita esta tierra, que no lo uso. No quiero que se acabe.
La visita me miró con compasión y, -debo admitir-, un deje de lástima. Como supongo que miran las enfermeras a los pacientes que saben de diagnóstico difícil. “Claro, -me dijo ella pretendiendo entender mi punto, si no lo usas no lo acabas-. Pero, también, si no lo usas, no lo disfrutas”.
Y la bala me pegó en el pecho.
Así es la vida, pensé. Nos cuidamos tanto de no malgastarla, de usarla a consciencia, de cuidarla de todo, que por lo mismo terminamos perdiéndonos de la oportunidad de disfrutarla.
Hoy volvió a mí la imagen del tarro de caramelo (que todavía tengo en mi alacena, pero que está a dos cucharadas de acabarse) porque estuve en cine y pensé en cómo sería si nuestro yo del futuro estuviera ahora mismo frente a una pantalla observándonos vivir lo que ya sabe cómo termina.
Y se me ocurrió, en ese viaje imaginario, que mi yo del futuro no estaría asustada, aún a sabiendas de que tal vez camino en círculos, o de frente contra otro muro. No porque no quiera cuidarme, no porque no sepa el dolor que me espera y que es el costo inevitable de vivir con el corazón en la mano. Si no porque creo, que a pesar de eso: del fin, de la certeza de que cada cosa, de alguna forma, va a acabarse, mi yo del futuro no quiere que me lo pierda. No quiere que deje mi vida guardada en la alacena, como un tarro de caramelo, esperando eternamente una ocasión perfecta que no existe y que hace que todas las otras, que no son perfectas, pero que son tantas cosas, parezcan insuficientes.
Entonces, como si pudiera oírla gritar desde el fondo de la sala, llega a mí un eco que dice: “no te guardes la vida en un tarro de caramelo”.